Curando el coleccionismo

*Este artículo fue publicado en el Dossier “Estudio y rescate del patrimonio cultural colombiano” de la 3ª versión de la Gaceta CIC del Centro de Investigación y Creación de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes.

Alexander Herrera Wassilowsky

Profesor asociado del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de los Andes.

El coleccionismo es una enfermedad común, antigua y contagiosa de la que sufren muchas instituciones e individuos, también universidades y yo. Usualmente se manifiesta en la juventud con un número reducido de conchas o rocas recogidas junto a algún río o playa, pero con frecuencia se asienta, transforma y crece durante toda la vida, pudiendo incluso llegar a ser hereditaria. A diferencia del coleccionismo de piedras, llaveros, monedas o libros, la acumulación exclusiva y excluyente de piezas de arte prehispánico se inserta en una larga tradición de destrucción y enajenación de las bases materiales de la historia indígena. Si la historia nos ayuda a aprender del pasado podría pues hablarse de una enfermedad autoinmune de origen colonial. Su síntoma más diagnóstico es la guaquería: el saqueo de sitios arqueológicos para buscar tumbas y ofrendas indígenas que contengan piezas de valor. Desconocemos la manera de extirpar esta enfermedad, pero sabemos que es posible contenerla y necesario estudiarla, y sabemos también que los museos y las colecciones museográficas universitarias pueden jugar un papel clave en el proceso de curación.

Etiología del coleccionismo

Los conquistadores no tardaron mucho tiempo en averiguar que los objetos más preciados por los nativos de América eran hechos para, y depositados con, los difuntos, pues estos con frecuencia incluían objetos de metal. Pese a que generalmente se trataba de aleaciones con el cobre como base, las noticias de metales preciosos en grandes cantidades en tierras americanas, atizadas por el Inca Atahualpa con el inútil pago de su propio rescate, despertaron la codicia de un continente y dieron aliento a fábulas que animaron a jóvenes europeos a dejarlo todo y cruzar el océano en busca de tesoros. Este afán de tesoro es el mismo vector de contagio que actualmente alienta a campesinos y ministros, profesores rurales, diplomáticos y monjas por igual, a buscar y comprar piezas arqueológicas en toda América Latina.

Pese a iniciales dudas entre sectores del clero en torno a la legalidad de la profanación de las tumbas de los indios por su condición de paganas o “gentiles”, la práctica prontamente se instauró. Para el siglo XVII los “manuales” para la extirpación de idolatrías recomendaban quemar el contenido, a excepción de los huesos, en hogueras públicas, las cuales a veces eran tan grandes que lugares como Infiernillo y Cerro Purgatorio cambiaron de nombre para siempre. La intensidad de la destrucción asociada a la cristianización forzada durante las campañas de persecución religiosa varía de región en región, pero las marcas en el paisaje son aún reconocibles. Peninsulares, mestizos, indios y esclavos participaron en la guaquería por distintos motivos a lo largo de tres siglos, tiempo durante el cual pasó a convertirse en una forma de minería, prontamente regulada para asegurar el diezmo de la corona.

Paradójicamente, es en ese contexto que surgen las primeras colecciones de objetos de arte prehispánico, apenas mencionadas en testamentos pobremente estudiados. Dada la importancia histórica del paso de una valoración netamente mercantil y centrada en lo metálico de los objetos “paganos” —el impacto del deslumbramiento original monumentalizado en los “museos del oro” de Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia— a un reconocimiento de su valor estético, mnemónico e histórico, esta falta de estudios es sorprendente.

Un segundo giro en las trayectorias de valoración de lo que hoy llamamos patrimonio, una transformación de esta enfermedad colonial, surge con la llegada del proyecto ilustrado en el siglo XVIII. Con las gestas de independencia y la formación de las repúblicas suramericanas, la enfermedad colonial se transforma, pues se consolida el reconocimiento que los objetos del pasado no solo pueden tener un valor estético, sino que también tienen un valor histórico y testimonial que es independiente de la estética. Y es en esta variante decimonónica de la enfermedad —la búsqueda de conocimiento mediada por la acumulación, más o menos sistemática y ordenada, de objetos de atrayente exotismo— donde se sitúan los museos nacionales, así como una gran cantidad de colecciones particulares como aquella de 1070 objetos arqueológicos, etnográficos, réplicas y artesanías reunidas por Luis Raúl Rodríguez Lamus a lo largo de su vida.

Coleccionismo casero

El coleccionismo casero de piezas de arte prehispánico es una variante particular de la enfermedad con procesos de incubación y desarrollo largos pero que se puede contraer con excavaciones de fin de semana o vacaciones. En una segunda etapa, el paciente pasará de buscador empedernido a comprador compulsivo, y es recién entonces que la enfermedad empezará a atacar la vista del paciente. Tarde o temprano terminará comprando por oído, sin mirar, o mirando sin ver aquello que no quiere ver. Tampoco faltará quien se aproveche del coleccionista y reemplace por réplicas piezas originales de su colección o simplemente las robe o rompa sin querer. Sin embargo, hay que reconocer que la alta calidad de los segundos originales en venta en las calles de Rosales o Usaquén, aquellos que los coleccionistas discernientes no compraron, no es casual. La producción de réplicas de cerámica precolombina en Colombia es buena porque la producción de réplicas tiene más de 150 años de tradición, siendo casi tan antigua como el coleccionismo.

A diferencia de la producción artística de la familia Alzate que conllevó a la invención de nuevas culturas precolombinas a lo largo de generaciones, la mayoría de replicadores fabrican cerámicas bastante parecidas a las originales. En muchos casos echan manos de fragmentos originales para crear piezas híbridas. Una mirada superficial, acaso acompañada de una buena historia, mala luz o gafas viejas pueden ser suficientes para viabilizar la transacción que paliará algunos de los síntomas del enfermo por un momento, o dos.

Aunque no es una dolencia fatal, el coleccionismo de piezas prehispánicas tiende a acabar solo con la muerte del paciente. Son raros los casos de muerte violenta, pese a que el degollamiento de mercaderes de arte prehispánico con cuchillos ceremoniales no es desconocido. Una colección sin coleccionista tiende a convertirse en un problema para los deudos. Si no hay contagio en la familia, a los herederos se les abren dos escenarios posibles: disolver la colección y recuperar una fracción del dinero invertido o mantenerla íntegra y canjearla por prestigio. Conscientes de las posibilidades y retos que conlleva mantener una colección, los familiares del enfermo buscarán entregar la colección a un prestigioso museo o institución para devolverla al ámbito de lo público.

¿Qué hacemos con esto?

El número de colecciones privadas de bienes arqueológicos en América Latina debe ser astronómico y podría verse como indicador de una pandemia de siglos. Giros legislativos a nivel global y regional sugieren el inicio de un largo ocaso. Poco a poco, pero más y más, las colecciones de arte precolonial amasadas por individuos privados pasan a museos y universidades que deben responder a la pregunta: ¿qué hacer con los popurrís variopintos de objetos guaqueados y comprados, enajenados e inventados, de obras maestras de la replicación mezcladas con piezas de cerámica y líticas originales y fragmentadas? La única respuesta posible es dar el ejemplo de aquello que se puede hacer para sanar las heridas dejadas por la enfermedad, resarcir el daño acumulado retornando todo lo posible al ámbito de lo común. En otras palabras, parchar las páginas perdidas y devolverlas al libro de la historia.

El proyecto Puesta en valor del patrimonio cultural arqueológico en la Universidad de los Andes se ha propuesto posibilitar el acceso a todos los interesados al millar de piezas que conforman la colección Rodríguez Lamus, promover su estudio en el campus y sentar las bases para una plataforma digital que permita acceder a la información sobre las piezas vía Internet. Lo primero implicó diseñar primero una estantería idónea para el alojamiento de las piezas, guardarlas y trasladar las 87 cajas mientras se realizaba la instalación en el período intersemestral de 2017. En el segundo semestre del 2017 se imprimirán códigos de barras y se adquirirán lectores de códigos para, finalmente y nuevamente con el apoyo de estudiantes del semillero interdisciplinar Laboratorio de Arte y Arqueología Andina, alojar las piezas de manera definitiva en la estantería. El objetivo central para 2018 es que las piezas se puedan prestar con la misma facilidad con la que se puede prestar un libro raro de la biblioteca.

Promover el estudio de las piezas es importante para el desarrollo de colecciones. Significa generar información, investigar sobre las piezas, describirlas, trabajarlas en proyectos iconográficos, tecnológicos, museográficos y artísticos. También significa tomar fotos y generar modelos digitales atractivos y de alta calidad que permitan un acceso abierto a modelos digitales de piezas selectas, junto a un creciente corpus de información fidedigna sobre todas las piezas. El objetivo último es posibilitar el tránsito de toda la información existente al sistema nacional de bases de datos Colecciones Colombianas 2.0, para que cualquier persona en el país, o fuera de él, pueda tener acceso a este patrimonio. Esperamos pues mostrar cómo, poco a poco, es posible devolver a las regiones afectadas algo de lo que llegó a nosotros debido a la enfermedad. Y nos entretendremos enseñándole al público que, compartido, el patrimonio es más divertido.