Las imágenes y las reliquias, dirá Jean Claude Schmitt, son dos realidades materiales, dos tipos de objetos que presentan dos historias distintas que se entremezclan y complementan en una narración más amplia que es la de los objetos sagrados los cuales obedecían a un orden jerárquico encabezado por la Eucaristía. Se trata de dos términos o conceptos que no conforman una unidad en los textos virreinales sino en la literatura más reciente (“imagen-reliquia”) para hacer énfasis en el carácter extraordinario que tuvieron algunas imágenes. Lo que sí fue frecuente es que este tipo de esculturas o pinturas de culto no sólo fueran referidas como imágenes sino también como reliquias en un mismo momento o fuente, a manera de apelativo que otorgaba estatus. Tal es el caso de la talla en madera de la Virgen de los Remedios, que se localiza extramuros de la ciudad de México. Aunque, en 1621 fue primordialmente descrita por fray Luis de Cisneros como imagen, también la refiere a ella como reliquia. Más aún, el término reliquia fue empleado para aludir a copias de imágenes milagrosas porque habían tenido un contacto físico directo con las “originales”. Eso sucedió con la reproducción de la escultura de la Virgen de Zapopan que, en 1698, llegó a Coahuila “en procesión” y “descubierta”. En la documentación que registra la historia de la donación se le considera “una preciosa reliquia” que el obispo de Guadalajara hizo tocar a la escultura original con el deseo de que después de su muerte fuera trasladada a esta nueva residencia en donde habría de construírsele una capilla propia. Este fenómeno, que no es particularmente americano, se da también en sentido inverso. Basta recordar que en su Discorso intorno alle immagini sacre e profane (1582), el cardenal Gabriele Paleotti se limita a presentar el Santo Sudario de la casa Saboya como “imagen sagrada” y no como reliquia. Coloca el énfasis en la manera como se le confirió sacralidad a la imagen, es decir, al objeto material, al tejido. En concordancia con el objetivo de su obra -dedicado a las imágenes- explica que se trata de una impresión dejada en una tela a partir del contacto físico con el cuerpo de Cristo pero no alude explícitamente al concepto de reliquia por contacto. Particularmente útil para la distinción entre las naturalezas de la imagen y la reliquia es el pasaje en donde Paleotti retoma a San Agustín y Santo Tomás para articular su definición de imagen empleando los conceptos de “parecido” e “igualdad” pues argumenta que la imagen implica un comportamiento de parecido pero no de igualdad.
De este modo, aunque hay imágenes que parecerían adquirir el estatus de reliquia, las categorías de imagen y reliquia no se desdibujan ni funden por completo aun cuando puedan ser aplicadas a un mismo objeto. Por ello, esta ponencia se concentrará sobre todo en las diferencias que se hacen visibles a partir de funciones y funcionamientos intentando delimitar el corpus de obra, en la medida de lo posible, al de la catedral de Puebla. Las reliquias, entendidas como restos corporales de santos u objetos que tocaron cuerpos sagrados, fueron indispensables e insustituibles para la consagración de altares y su acumulación fue deseable y necesaria porque, a diferencia de las imágenes, no eran propiamente intermediarios sino epifanías materializadas con la capacidad de actuar de manera directa e inmediata. Así, esta ponencia se propone partir del patrimonio novohispano de objetos sagrados registrado en la catedral angelopolitana y sus jerarquías. Sin forzosamente limitarme al mismo, propongo ir más allá de su caracterización y profundizar en los cuestionamientos que arroja la mesa 1. Me interesa profundizar en las maneras como reliquias e imágenes construyeron identidades locales y/o universales, así como en su condición material y capacidad de funcionar como tránsito hacia lo sobrenatural. Me parece relevante considerar los mecanismos de funcionamiento, ya sea que se trate de la acumulación de fragmentos identificados en listados, de la autonomía que algunas reliquias adquirieron por su localización y su aislamiento, así como de la presencia de cuerpos completos. Finalmente, me preguntaré por el papel que tuvo la aparición de envoltorios (relicarios) que abandonaron el carácter atemporal o arcaizante y se modernizaron en manos de un artista conocido y para un patrocinador particular.
This paper interrogates the subject of relic-images in Spanish America. Specifically, I examine
how miraculous images, in particular, cited a dual status through performance, context, and the manipulation of matter. Beyond idol-anxiety (the traditional reason behind the rise of images “not made by human hands”), I explore the impetus, appeal, and effect of image-relics in specifically colonial environments. If image-relics draw on European tropes, how do local contexts nevertheless impact their delineation, difference, and devotion in Spanish America? I explore three case studies that will aid the theorization of this topic:
True Colonial Crosses. Crosses were ubiquitous in Spanish America: they signaled the triumphant conquest of cities and peoples, they were tools for conversion, they marked church and mendicant spaces, and they were mnemonic devices. The work of Serge Gruzinski and William Taylor, furthermore, has expanded our understanding of the seventeenth-century proliferation of miraculous crosses; often, they changed position, trembled, and/or shape-shifted. I analyze the case of a Mexico City cross that was initially celebrated for its size and appearance, but eventually was lauded for its miracles. Ultimately, it mimicked the True Cross not only in appearance, but in treatment: like the cross from Golgotha, splinters were cut and
disseminated, fomenting devotion among city residents and encouraging the production of reliquaries.
Images that Bleed. Seventeenth-century Mexico saw a rise of Marian images and, with it, the proliferation of animated images. These objects not only protected, healed, and responded to prayer, but displayed life in their material essence. The Virgin of Zapopan cried, the Virgin of el Pueblito displayed a star on her forehead, Teocaltiche’s Virgin of Sorrows regularly bled during Holy Week. I examine a bleeding Virgin from central Mexico and closely analyze colonial records that rhetorically position the sculpture as relic; although the discourse shares with Iberian precursors, the Mexican texts are nevertheless localized and inflected with regional relevance. Beyond the aim of the panegyric, I study how devotional performance coincided with (and departed from) the intended category ‘relic’.
Icon as Reliquary, Icon as Relic: The last case study explores the process of adding “relics” to devotional images. Art historians are quite familiar with the practice: in the case of a well-known Romanesque icon from Auvergne (Metropolitan Museum of Art), relics were inserted into a cavity hidden in back of the sculpture. Although such objects are not unknown, the procedure and its import remain surprisingly understudied by historians of all periods. I examine the practice in the New World, but pay especially close attention to the more complicated process of transplanting fragments of icons into Marian sculptures. I will highlight the case of the Peruvian sculpture of the Virgin of Almudena in Madrid. Bishop Manuel de Mollinedo y Angulo, we know, transferred her devotion to Cuzco by commissioning artworks, sponsoring processions, and establishing sodalities. Sometimes mentioned but rarely interrogated is the detail that he traveled to Cuzco with fragments taken from the Iberian sculpture. Harold Wethey (1949) stated that these splinters were then inserted into the sculpture of the Almudena Virgin produced by Andean artist Tuyru Tupac. While the relics strengthened the tie between Iberian prototype and Peruvian copy, did they also problematize the status of the colonial sculpture? My talk turns to the historical sources that speak to the process and its effect in seventeenth-century Cuzco.
Según la teología medieval, en el más allá el alma no solo no se veía privada de los sentidos, sino que podía experimentar tanto el celestial descanso como los tormentos infernales. Así se desprendía de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16,24), donde aquel sufría las dentelladas del fuego, en virtud de la persistencia de sus facultades táctiles y sensitivas. Tanto los Padres latinos como los teólogos escolásticos opinaban que el del infierno es un fuego real, pues bien podía Dios utilizar un instrumento material para producir un efecto espiritual. Pero, aunque las llamas atormentaran a los muertos, el verdadero castigo de los condenados era la privación de la visión de Dios. Así pues, la jerarquía de los sentidos en el más allá partía de la categorización aristotélica de los mismos que imperaba en la Edad Media y que establecía la preferencia de la vista como medio de conocimiento. Los sentidos se dividían en dos grupos, según un orden creciente de “inmaterialidad”: tacto y gusto implicaban un contacto físico; oído y vista percibían los objetos a distancia y eran esenciales para la vida intelectual y espiritual; mientras que el olfato quedaba entre ambos. Como no podía ser de otra manera, también en el ámbito terrestre, la necesidad de aprehender sensorialmente el objeto sagrado ha determinado la presentación y categorización del mismo hasta la actualidad. En el caso de las reliquias, concretamente, su disposición en relicarios y capillas respondía a la necesidad de conjugar el acceso de los fieles a las mismas, y a su capacidad milagrera, con su custodia y la perpetuación de su condición sagrada y su posición extraterrenal, a medio camino entre el mundo de los vivos y el más allá. Aunque, en ocasiones, se han puesto los medios para permitir un acceso táctil a los restos sagrados, la mayoría de los relicarios han permitido orquestar, únicamente, una dinámica de ocultamiento y ostentación de las reliquias. El punto de inflexión se dio en el siglo XIII, cuando empezaron a utilizarse relicarios tipo custodia y ventanas de vidrio que facilitaban su consumo visual, quizás como consecuencia de la convicción bernardina (PL CLXXXIII, 210-216) de que la vista era fundamental para alcanzar la gloria. La imagen resultante de la conjunción de reliquia y relicario en este tipo de obra difería de la de este último.
La importancia de la mirada también ha determinado el destino de otras imágenes, aquellas devocionales o de culto, cuyo “aspecto” no habría recibido la aprobación de Trento. La complicada situación de algunas que, por su carácter sagrado, podían ser consideradas reliquias en sí mismas conllevó una renovada presentación de las mismas, con la finalidad de brindar una nueva imagen de la reliquia, en conjunción con su relicario. Es el caso de la Virgen del Lledó (Castelló de la Plana), un pequeño ídolo pagano –venerado, en la baja Edad Media, como un simulacro mariano– que, en época moderna, fue alojado en una teca practicada en el vientre de una imagen renacentista de la Inmaculada Concepción, haciéndola visible a través de un vidrio. La aberración iconográfica y teológica que supone introducir una (supuesta) imagen de María dentro de un relicario de sí misma, ha dado lugar a interpretaciones erróneas de la obra. En varias ocasiones, ha sido confundida por estudiosos poco cercanos a la patrona castellonense por una Virgen de la Esperanza. La imagen-reliquia no ha quedado oculta en ningún momento, pero es la escultura de mayor tamaño la que ha determinado la mirada del devoto, así como la realización de imágenes que se han dado en llamar “de sustitución afectiva”. Estas últimas ofrecen, en realidad, una tercera imagen de la Virgen del Lledó, ya perfectamente asumida en el imaginario colectivo en el momento en que se llevaron a cabo estos “verdaderos retratos” de María. Dichos simulacros representaban el resultado de vestir el relicario, la obra renacentista, no la imagen-reliquia original.
Vestir la imagen era una práctica habitual de culto al simulacro sagrado a partir de finales de la Edad Media. En el caso de las imágenes-reliquia, el conjunto de vestimentas y accesorios de orfebrería pueden ser considerados como relicarios, pues equivalen a los receptáculos metálicos y/o vidriosos, que conservaban y permitían hacer ostentación de las reliquias, pero sobre todo magnificarlas y exaltarlas como objetos de origen celestial, dotados de una especial sacralidad. La Edad Moderna llevó esta práctica a su máxima expresión. Cuerpos de santos o mártires extraídos de las catacumbas romanas, se recompusieron, vistieron y adornaron para hacerles adoptar actitudes propias de los bienaventurados, que siguen vivos en el cielo, o enmascarar los estragos de la muerte, es decir, la descomposición. El protagonismo de la mirada en la relación del fiel con la reliquia explica su compleja correspondencia entre ocultamiento y exhibición: profusión de bordados, aperturas estratégicas, velos translúcidos, capas de cera, órbitas enjoyadas u ojos de cristal permiten hacer ostentación de los restos óseos, sin llegar a traspasar, totalmente, el límite de lo impúdico o lo obsceno. En un último estadio, se crearon imágenes carentes de elementos orgánicos pero que adoptaban la postura y disposición de aquellas imágenes-reliquia, tanto en Europa como en América. A diferencia de los simulacros medievales, que presentaban vivo al mártir, incluso con evidencias visibles de su ejecución, estas efigies planteaban la paradoja de mostrar al santo como difunto, aun cuando otros difuntos, entendidos como reliquias, todavía pretendían estar vivos.
Tradicionalmente, la bibliografía especializada ha subrayado las posturas neoplatónicas y filo-italianas de Francisco de Holanda, y en particular de su tratado dedicado al arte de la pintura. Sin embargo, aún son muchas las preguntas que quedan por hacerse, e incluso responder, sobre la vinculación de esas preferencias y, en particular, el género del retrato, al que Holanda consagró su diálogo Do tirar polo natural. Con él se situaba en el centro de la polémica entre los defensores de un retrato realista, de raigambre flamenca, y otro más idealizado predicado por los pintores italianos y por el propio Holanda, quien destaca a Tiziano entre todos ellos. Al centro de ese debate debe volver la experiencia que Holanda tuvo “tirando ao natural” un retrato de Jesucristo que le había encargado la reina portuguesa Catalina de Austria y que no era otra cosa que una copia del Volto Santo lateranense. Esa experiencia no solo marcó de forma indeleble su manera de entender el género del retrato, sino que es probable que pudiera extenderse a toda una teoría del retrato.
Durante la Edad Moderna, los distintos territorios de la Monarquía Hispánica se vieron afectados por varios desastres de origen hidro-meteorológico que tuvieron consecuencias directas en la producción agrícola local. Los más recurrentes se producían como resultado de largas temporadas de sequías interrumpidas por lluvias muy intensas, lo que daba lugar a la formación de insectos particularmente dañinos cuales las langostas voladoras. Entre los remedios adoptados para hacer frente a este tipo de calamidad, destacan las acciones religiosas en la que reliquias o imágenes sagradas se llevaban en procesión o protagonizaban actividades litúrgicas colectivas cuyo propósito era, por un lado, la interrupción del estrago, y por otro, la gratitud a aquellas divinidades que habían intercedido con el fin de “placar la ira de Dios”.
Un caso emblemático en el ámbito peninsular es representado por San Gregorio Ostiense, cuyos restos sagrados se conservan en Navarra, en un relicario de plata en forma de cabeza. El culto hacia este santo como protector contra las calamidades agrícolas se afirmó a lo largo del siglo XVII en relación a varios episodios de plaga de langosta que infestaron las cosechas de trigo. Además de medidas prácticas en el tratamiento de la tierra, se solía bendecir el agro infestado por el acrídido con el agua milagrosa obtenida mediante un ritual protagonizado por la reliquia sagrada. En el ámbito colonial, las divinidades protectoras invocadas para proteger los campos variaban en función del santoral local y de las reliquias que atesoraban los templos en cada ciudad. Sin embargo, resulta particularmente popular la apelación a la Madre de Dios en sus distintas advocaciones, sobre todo la Virgen de los Remedios y la Virgen de la Merced. Los rituales más celebrados en caso de sequías y otros estragos similares eran sin duda las procesiones y las rogativas, en las que no podían faltar objetos sagrados e imágenes pintadas y en busto que reproducían las verdaderas efigies de las entidades divinas invocadas.
La presente comunicación se propone ahondar en el uso y funciones de reliquias e imágenes milagrosas tanto en España como en el contexto hispanoamericano con motivo de calamidades agrícolas acaecidas en los siglos XVII y XVIII. A partir de fuentes primarias, textos impresos y sobre todo de testimonios visuales, se propone una comparativa entre las distintas prácticas religiosas elaboradas para hacer frente a este tipo de calamidad.
Las reliquias del lignum crucis han sido apropiadas para su culto desde una fuerte ambigüedad. Por un lado, se trata de un vestigio de lo sagrado de primera categoría en tanto el poder que emanan deriva de su contacto directo con Cristo en el momento de la Pasión. En este sentido, su presencia en los templos católicos dignifica estos espacios, más aún al estar en diálogo con otros objetos sagrados. Por otra parte, estos objetos circularon en número desmedido por el orbe, en particular desde mediados del siglo XVI, y su posesión –sin mucha garantía de autenticidad– otorgó un alto grado de distinción a sus poseedores. Así, no sorprende que estas reliquias, a pesar de su alta jerarquía y como consecuencia de sucesivas fragmentaciones, hayan sido protagonistas frecuentes de la evangelización del territorio americano, de la sacralización de sus templos y del posicionamiento social de determinados individuos.
La agencia milagrosa de esta reliquia en el Virreinato del Perú y, por tanto, la intención de Cristo de manifestarse en apoyo de la evangelización, se construye y sostiene a partir de numerosos relatos escritos, particularmente ligados al accionar de la Compañía de Jesús. En este sentido, destaca el manuscrito de Giovanni Anello Oliva acerca del milagroso salvataje del barco en el que viajaba una comitiva jesuita hacia Lima, gracias al reemplazo del timón por un pequeño fragmento de una reliquia de la sagrada Cruz. El Virrey Toledo se hizo de otra astilla de esta misma reliquia, que lo acompañó durante toda su vida. La resolución divina en relación con este milagro y la presencia jesuita se patentiza a partir de las siguientes palabras: “Mas que no hará Dios por el bien y salvaçion de las almas que tanto le costaron dando su preçiosa vida en el mismo madero?” Otro ejemplo de importancia lo constituye el obsequio de una reliquia del madero por parte de Urbano VIII como regalo para la Catedral de Lima, en señalamiento de la legitimidad de la misma y dignidad del envío. Aquí las fuentes dan especial cuenta de la construcción de un costoso relicario encargado al arquitecto y escultor Mateo de Tovar para guarecer la materia sagrada al tiempo que busca dejar constancia de las acciones simbólicas llevadas a cabo por sus custodios. Por otra parte, los relatos de las acciones milagrosas de estas reliquias se suceden en diferentes puntos del Virreinato como en Arequipa y Juli, ligados en especial a temblores y otras manifestaciones climáticas.
Si bien en muchos casos el culto de estas reliquias se basó en el sustento de su originalidad dada por el hecho de ser envíos oficiales desde Roma –y aquí entra en consideración la práctica del regalo y donación de reliquias–, muchas reliquias no certificadas circularon por el territorio del Virreinato. En el ámbito privado, la posesión de esta y otras reliquias se especificó en los inventarios y, en tanto bienes valiosos, su sucesión era estipulada ante notario. Asimismo, otros relatos como el de la Santa Cruz de Carabuco replicaron en el lago Titicaca las características del culto y sus prácticas. La presente propuesta pretende abordar, desde la metodología de la historia cultural y la biografía de los objetos, el cruce de estos relatos escritos con el estudio de ciertas prácticas –religiosas y seculares–, así como con diferentes artefactos culturales como pinturas, esculturas, grabados, objetos litúrgicos y devocionales que habrían apuntado a multiplicar y amplificar el culto al lignum crucis en el Virreinato del Perú.
En 1576 se produjo en Roma el hallazgo de un cementerio paleocristiano en los terrenos que la curia había donado al colegio de los Jesuitas. Este hallazgo sirvió de argumento a la curia romana contra los reformistas protestantes y además ocasionó un gran entusiasmo por los primeros mártires del cristianismo entre los fieles, lo que reavivó el culto a las reliquias de santos, vírgenes y mártires a las que se les atribuían poderes taumatúrgicos, en el marco de las nuevas disposiciones tridentinas. En los territorios americanos de la monarquía católica las reliquias iniciaron un viaje por el extenso territorio por el que circularon haciendo parte del repertorio barroco promovido por la Compañía de Jesús. En la segunda mitad del siglo XVII, en su libro Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús el jesuita Pedro de Mercado, quien fuera maestro de novicios y rector en el colegio de la Compañía de Jesús de Tunja refiere que, hasta la llegada de los Jesuitas a la ciudad, no había en ella más que una sola reliquia en la Iglesia Mayor de Santiago. El provincial de la Compañía, Gonzalo de Lira, recibió de Roma una variada colección de reliquias de santos mártires certificadas con destino a los colegios del Nuevo Reino de Granada. Como esta descrito en las Cartas Anuas de los Jesuitas, de donde Mercado toma la información, en Tunja se llevó a cabo una solemne y barroca procesión para el recibimiento de estas reliquias, cuyas diez andas salieron ricamente adornadas del Real convento de Santa Clara hasta el pequeño templo de Jesús que los jesuitas edificaban dentro de su colegio. Para la ciudad, el tener reliquias aumentaba su prestigio y mantenía su rivalidad con la vecina Santafé. Para los Jesuitas, quienes desde su llegada se habían vinculado a las obras de caridad en el hospital de la Concepción y en la cárcel, este evento permitía facilitar la construcción del colegio y el noviciado que habían instalado y aumentar el flujo de caudales para su obra.
La llegada de los Jesuitas al Nuevo Reino de Granada, se encuentra sólidamente entrelazada con la mentalidad barroca, las procesiones, los ejercicios espirituales y la presencia de las reliquias de santos, vírgenes y mártires, que incluyen cuerpos enteros, cabezas, distintos fragmentos óseos, dientes, sangre, ropa e incluso el Lignum Crucis; los altares se vuelven verdaderos relicarios y el templo donde se ubican, como el caso de la iglesia de Jesús de Tunja, se encuentran llenos de imágenes y pinturas que refuerzan los poderes taumatúrgicos que se atribuyeron a las reliquias. Entre 1655 y 1657, el rector del colegio jesuita Francisco Ellauri, dotó al templo del altar mayor y de dos altares laterales, en uno de los cuales “se han de poner con toda decencia las reliquias que tiene dicho colegio”, altar relicario que se vinculó con el camarín de la Virgen de los Dolores, ubicado al sur del primitivo templo. En 1767, la expulsión de los Jesuitas de los dominios de la Monarquía por Carlos III, permitió al cabildo solicitar al virrey y a la Junta de Temporalidades el traslado de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, quienes abandonaron en 1778 el edificio del primer hospital ubicado por la misma calle real a dos cuadras y se trasladan al colegio, transformándolo en convento hospital y terminando las obras de la iglesia, que ya contaba con una fachada y acceso sobre la calle. De este traslado, quedan los precisos inventarios de las visitas de los hospitalarios, en los que se da cuenta de las reliquias que todavía figuran en el altar de los Dolores, aunque en la iglesia se celebre ahora con solemnidad a San Juan de Dios y al arcángel San Rafael. En 1781, el hospitalario Miguel de Isla, realiza su visita al convento hospital tunjano, y deja testimonio de la existencia de las reliquias del templo de los Jesuitas, aunque disminuidas en relación con la descripción inicial de su arribo a la ciudad.
Las guerras de Independencia transformaron el convento hospital en hospital militar y aumentaron su deterioro. El advenimiento de la República bajo la administración del vicepresidente Francisco de Paula Santander, trajo la creación de nuevas instituciones, entre ellas el colegio-universidad de Boyacá en el antiguo claustro del colegio Jesuita y el traslado de los hospitalarios al pequeño convento de Santiago de los Agustinos calzados, quienes en el inventario realizado a la iglesia de san Agustín de 1832, testimonian que las reliquias fueron dejadas en el templo que fuera de los Jesuitas y que servía como capilla de actos públicos del colegio-universidad republicano. Esta propuesta rastrea la aparición y desaparición de las reliquias en la iglesia de Jesús, luego hospital de Tunja y su desaparición definitiva en el siglo XIX bajo la República, a través de fuentes primarias como las crónicas de los Jesuitas y fuentes de archivo como las visitas de la orden al convento hospital de la Purísima Concepción, para dar una idea de la presencia de estas reliquias, hasta ahora inadvertida y su importancia en la incorporación del espíritu barroco a la ciudad por parte de los Jesuitas.
El estudio del relicario se basa en una definición general que lo explica como una caja que guarda reliquias. En un sentido más amplio representa tanto un objeto sagrado como a la institución de la Iglesia que lo legitima, lo explica y lo produce, sin olvidar la función de intermediación que tienen los santos. Desde el siglo XIII, el relicario presentaba de forma fragmentada el cuerpo, la tipología del brazo-relicario quizá sea la más representativa de este periodo. El gran cambio surgiría a partir del hallazgo en 1578 de las catacumbas romanas, cuando inició la extracción sistemática de osamentas de los primeros mártires. Hacia 1770, el médico Antonio Magnani ideó un relicario que reconstruía el cuerpo completo del mártir de catacumba vestido a la romana, en cuyo interior se colocaba determinada cantidad de huesos extraídos de las catacumbas. A partir de este momento las donaciones de relicarios funcionaron como parte de un proceso de cristianización. En el caso de México, hasta este momento se han identificado 75 relicarios, de los cuales se analizan las variantes en los procesos de circulación, el perfil de los peticionarios y en cuanto a su materialidad, se ha iniciado registro radiológico así como tomas de textiles para analizarse en laboratorio, con la intención de comprender los diferentes aspectos que componen su estructura y promover su conservación.
En diciembre de 1635 una real orden emitida en Madrid por Felipe IV informaba a las autoridades eclesiásticas de los virreinatos americanos de la preparación, por parte del cronista general de Indias Tomás Tamayo de Vargas (1588-1641), de la primera Historia eclesiástica de las Indias. La real orden informaba de ello y se dirigía particularmente a los prelados americanos, que debían coordinar la recopilación y organización relativa a sus respectivas sedes, enviándola a Tamayo para que este pudiera finalizar su obra en el plazo de tres años. La localización y análisis de parte de los informes originales remitidos a Tamayo de Vargas desde América proporciona valiosas noticias sobre la vida y cultura religiosas en los virreinatos.
Esta presentación se centrará en el caso de los franciscanos observantes en el Virreinato del Perú, cuya historia se encomendó al cronista de la Orden, fray Diego de Córdoba (1591-1684). En sus informes, fray Diego no menciona ninguna reliquia particularmente importante para la historia de la provincia franciscana de los Doce Apóstoles que hubiera sido llevada o enviada desde Europa. Su relato se centra, en cambio, en numerosos casos de reliquias locales, generadas a partir de los cuerpos de los franciscanos que participaron en los primeros tiempos de la evangelización y los que, en sus días, se ocupaban de la conversión de numerosas comunidades indígenas en territorios de frontera. La relación y culto a las reliquias se articuló con diferencias entre estos últimos territorios y los casos de religiosos fallecidos en contextos urbanos como el convento de Jesús de Lima. En este último caso, las prácticas, espacios e imágenes en torno a las reliquias se diversifican respecto a lo que el relato del cronista nos cuenta sobre los territorios de frontera. Su relato sobre reliquias aquí es más uniforme, quizá tratando de no fomentar errores y malentendidos entre una población bien diversa de la existente en la ciudad de los Reyes.
Centrar el culto a las reliquias en los cuerpos de sus religiosos permitía a los franciscanos recurrir al modelo prestigioso y conocido en Europa –si bien no indiscutido por estos años– de su fundador. Fray Diego describe los cuerpos-reliquia con adjetivos como “blando”, “suave”, “tratable” y habla de su transformación física tras su muerte: de un cuerpo apagado y carente de vida se pasaba, tras la muerte, a otro de aspecto vigoroso y saludable. Se trata de características que los textos franciscanos atribuían por entonces al cuerpo del fundador, milagrosamente incorrupto –pero inaccesible– en la basílica de Asís. La presentación se centra, pues, en el papel de las reliquias en la construcción y articulación de identidades en el virreinato, para indígenas, criollos y para los mismos franciscanos, que modelan su imagen a partir de la de su fundador.
La Basílica Catedral Metropolitana de Lima resguarda desde el siglo XVII los restos mortales de Toribio Alonso de Mogrovejo, segundo arzobispo del Virreinato del Perú, que se encuentran depositados en tres relicarios en la Capilla de Santo Toribio de Mogrovejo. Empero y sólo mediante el análisis pormenorizado de los inventarios recopilados para esta contribución, se han podido demostrar que al menos antes del siglo XIX existían más de una veintena de reliquias adquiridas por compra y donación por parte de particulares y autoridades de la Iglesia para dignificar a la iglesia catedral de Lima. Entre las series que se analizarán a detalle para esta contribución están las siguientes: Serie Libros Interesantes (caja fuerte), Serie A. Acuerdos Capitulares, Serie C. Expedientes y Carpetas, Papeles Varios y Carpetas, Serie D. Papeles Varios, Libros Varios, Carpetas, Impresos, Papeles Cuadrantes, Serie F. Libros de Cuentas de Fábrica y Serie L. Caja de Tres Llaves, Inventarios y Cuentas Diversas.
Este estudio no pretende sólo rastrear los restos mortales declarados como santos y las imágenes milagrosas, sino también las imágenes y reliquias profanas que una vez que fueron depositados en las capillas y criptas de esta iglesia catedral, dotaron de dignidad y abolengo a su templo. Por ejemplo, se tienen los restos mortales de Francisco Pizarro y en su momento estuvieron los huesos de Diego López de Zúñiga y Velasco, V Conde de Nieva y IV virrey del Perú, enterrados bajo el altar mayor de ésta (1567). Es de mi interés volver la mirada a las reliquias como imágenes de devoción y de identidad local. ¿A qué se debe con que no se cuente con una buena historia del arte de los tesoros y objetos de culto y devoción de la iglesia catedral de Lima? La historia del cabildo catedral de Lima no cuenta hasta el momento con un buen estudio pormenorizado de su importancia como cabeza de reino en la América española. Una de las razones evidentes por las cuales no se ha podido comprender cabalmente el arte de esta sede metropolitana, se debe a la inexistencia de un buen esfuerzo por hacer la catalogación de sus fondos y series documentales en función no de una signatura antigua, sino de las dependencias y corporaciones de procedencia y emisoras de su información.
A su llegada a San Juan de Puerto Rico el 23 de junio de 1664, el obispo Fray Benito de Rivas (ca. 1600-1668) presentó como ofrenda a la catedral unas reliquias de los Mártires de Cardeña (“unas canillas que trajo en unas cajitas”). El culto a las reliquias de los Santos Mártires—una devoción benedictina y particularmente burgalesa—conectan a Fray Benito con el sitio del martirio, la abadía de San Pedro de Cardeña (Burgos), donde el prelado recibió el hábito en 1614. Lamentablemente, la especificidad de la devoción asociada a una orden que no tuvo presencia en las Américas hasta muy entrado el siglo 19, en adición a la crisis de fe que caracterizaba a la isla de Puerto Rico y que reiteradamente se describe en las fuentes históricas, dificultó la implantación del culto. Mi contribución se enfocará precisamente en esa falla y examinará la manera en la que una experiencia colonial tan particular como la de San Juan —y el singular ámbito religioso que generó— afectó las prácticas devocionales. San Juan siempre se caracterizó por ser una ciudad-bastión militar con mayor población de soldados que de vecinos, una limitada presencia eclesiástica y una aún menor disponibilidad de fondos para dignificar y promover el culto.
La historia de los Santos Mártires de Cardeña en su contexto caribeño no se debe estudiar a través de un lente medieval a pesar de que la leyenda—apócrifa y posiblemente una invención del siglo 13—se remonta al siglo 9. En ella, doscientos monjes junto a su abad Esteban fueron pasados por las espadas de guerreros musulmanes en pleno claustro del monasterio al reusarse a convertirse al islam. El culto a las reliquias de los Santos Mártires es un fenómeno moderno ligado a la reivindicación del martirologio hispano y a la idealización del pasado visigodo. Llegó a su apogeo entre los siglos 15-17, cuando los trámites para la canonización fueron tomados por la monarquía y la aristocracia comenzando por Juan II de Castilla a mitad del siglo 15 y seguido por Diego Hurtado de Mendoza entre 1547-1551, Felipe II a través de los benedictinos hacia 1590, y finalmente en 1603, bajo el auspicio de Felipe III, cuando por fin se incluyen en el martirologio romano. Fray Benito de Rivas, formado en el cenobio de Cardeña durante el esplendor del culto a principios del siglo 17, sin duda tuvo contacto directo con el gran movimiento de reliquias desde el claustro. En 1645 fue nombrado abad de San Pedro de Eslonza —una potentísima abadía benedictina en tierras leonesas— y luego fue designado predicador de la corte en Madrid. Al momento de su confirmación como obispo en 1664 era ya un hombre muy mayor, consciente de que su viaje al Caribe no tendría retorno. Ya en San Juan, Fray Benito habilitó una capilla para fomentar la devoción a los Santos Mártires. En ese espacio se hizo enterrar en febrero de 1608. Sin duda, Fray Benito llegó con la idea de reproducir en San Juan lo que los abades de Cardeña habían encontrado imposible, ser enterrados próximos a las reliquias. En Cardeña los Santos Mártires rechazaban y expulsaban los cuerpos que se hacían enterrar en el martirium, eventos que contaban entre los milagros asociados a los Santos Mártires.
A este corto éxito inicial sucedió una larga historia de olvido. En la documentación histórica casi no aparece mencionado el nombre de “Capilla de los Mártires” en la catedral de San Juan. La celebración del 7 de agosto, día de los Santos Mártires, sólo se menciona una vez (1790). En 1806 se regalan unas reliquias de San Esteban, abad mártir de Cardeña, a las monjas carmelitas. En 1808 se hace notar que las reliquias seguían en la misma caja de madera en la que llegaron hacía siglo y medio y en 1815 se compra una urna para guardar “el cuerpo” de San Esteban. En 1919 el sepulcro de Fray Benito de Rivas y la “Capilla de los Mártires” ya habían sido removidos para acomodar los restos de Juan Ponce de León trasladados desde la Iglesia de San José. En 1960 el relicario de los Santos Mártires se encontraba en el oratorio del Palacio Episcopal. Desde el 2018 los restos se custodian en el Archivo Episcopal. Esta historia no solo narra el fracasado intento de promover un culto a mártires de la fe en un entorno caribeño asediado por corsarios ingleses, franceses y holandeses. Es también una narrativa de circulación dentro de la Península Ibérica, a través del Océano Atlántico, dentro de la catedral y en varios espacios de la ciudad de San Juan. En ella resalta la disonancia entre la devoción ibérica-benedictina del obispo Rivas y la difícil realidad de promover una forma de religiosidad demasiado castellana para una ciudad militarizada en los confines tropicales del imperio.
Fragments of bones, hair, nails, teeth, and clothes of saints traveled with paintings, prints, and sculptures to the New World in the luggage of clergymen, monks, nuns, and laypeople. Although paintings, prints, and sculptures took a predominant position in the study of the transatlantic and local circulation of objects, relics comprised the largest influx of sacred objects in areas such as Nueva Granada. Relics are the embodiment of the journey of saints, comprised of voyages, religious conversions, suffering, and miracles. These sacred objects were charged by the saint’s sacred quality (presentia), used by religious orders as a tool of evangelization. The cult of the body, encouraged by the Council of Trent to reawaken the devotion of relics. However, many of the relics that circulated in the New World had an inherent problem: they were small, shapeless, almost imperceptible. These visual characteristics overshadowed the relics’ power. Many convents did not have the financial capacity to commission appropriate reliquaries to enhance the humble relics. Nuns in convents such as the Convent of the Discalced Carmelites in Nueva Granada (Colombia) took it upon themselves the task of constructing reliquaries with humble materials.
This paper explores the manual labor used for the construction of embellished paper reliquaries by nuns in the New World, known as quilling or paperolle. These works are inspired by a monastic European practice performed by nuns since the Middle Ages in the in cloistered convents to promote devotion. I argue that these paper works composed of ornamental geometrical and floral shapes, and elongated papers strips of various sizes and widths took a life of their own inside cloister convents in the New World during the colonial period. This manual practice created a physical and metaphorical conduit for the nuns to participate in what Kathryn M. Rudy called “virtual pilgrimages.” Without the possibility to travel to sacred sites such as Rome or Jerusalem, or to even venture outside the walls of their convents, nuns transformed these reliquaries into a road map activated by prayer and meditation. This spiritual journey was only possible by the power emanated by the relic. This journey was also comprised of a multisensorial experience incited by the work involved in every step of the manufacture of the paperolles: collecting, crumpling and cutting of the paper to be transformed into multiple shapes, the mental planning of the composition, the handling and scent of the relic. Therefore, paper reliquaries provided a defined sacred space delimited by a frame. These spaces mimic pilgrimage routes that like the paper curves of the reliquary, mark the course to follow between saintly shrines represented by the relics over the paper. Also, these multisensorial journeys were taken only by women, accessed through female labor. The domestic quality of these paper relic spaces allowed nuns to express without being seen as a threat, while at the same time, this domesticity reduced these works from being seen as serious scholarship. The visual and ontological complexity of paperolles provides a case of study that characterizes the complexities of the exchanges between religious orders in New World and Europe.
Durante el siglo XVII, la colección de relicarios de la Iglesia de San Ignacio en Santafé era una de las mejores de la ciudad porque era la que tenía el mayor número de cuerpos de santos completos, así lo consignó en 1674 Juan Flórez de Ocáriz. Las reliquias y relicarios fueron traídos por diferentes procuradores de la Provincia de la Nueva Granada: el primero, Luis de Santillán en 1610, estos habían sido entregados en Roma por el papa Paulo V y adquiridas en otras ciudades europeas. Posteriormente, en el año de 1658 por Baltasar Mas y en 1659 por Alonso de Pantoja quien además de traer reliquias para Santafé, trajo otras destinadas a las demás iglesias jesuitas de Nueva Granada y Quito. Los jesuitas gozaban de una red de relaciones que les permitió adquirir reliquias obsequiadas y/o compradas y validadas con el sello de la autoridad papal para utilizarlas en su labor misional y como tal fueron recibidas y entronizadas en medio de una gran celebración con dos procesiones, una en Santafé y otra en Tunja. Además de los relicarios, en la documentación se encuentra la relación del envío y traslado de pinturas y otras imágenes al Nuevo Reino desde comienzos del siglo XVII enriqueciendo la cultura visual de los territorios con obras de arte fabricadas en diferentes partes del mundo que compartieron un lugar devocional con las imágenes producidas en los nuevos territorios.
En las Cartas Anuas, se encuentra la descripción detallada de la procesión realizada a través de la principal calle de la ciudad, la Real, desde la Iglesia de San Francisco hasta la Catedral y luego hasta el primer templo jesuita de Santafé. Es necesario investigar en la documentación producida en el contexto de los viajes de los Procuradores de la Compañía para tener un panorama más detallado respecto a las redes de adquisición de los relicarios traídos a la Nueva Granada, relacionado con la búsqueda de información que ayude a establecer la procedencia y tipologías particulares de talleres y autorías de fabricación. A través de la traslación de reliquias al igual que en la Edad Media y continuada durante el siglo XVII en varias ciudades europeas y americanas, se favorecía la cohesión social, sacralizaba el territorio urbano y se utilizaba para la evangelización de los habitantes de una ciudad como Santafé que a la llegada de los jesuitas al Nuevo Reino crecía en medio de tensiones. La autoridad que le confería a la Compañía de Jesús la posesión y traslado de reliquias de santos era subrayada por el conocimiento que tenían del poder pedagógico de la imagen por lo que desde sus comienzos realizaron el fomento de los aspectos devocionales a través de dispositivos visuales. Luego de su entrada en la ciudad, las reliquias en adelante activarían su uso y sentido en las ocasiones en que eran expuestas: según el calendario de las fiestas de los santos con reliquias, en la celebración del día de todos los santos y como objetos con propiedades curativas. Actualmente se conservan varios de los relicarios que participaron en la procesión dispuestas en veinte andas fabricadas especialmente para la ocasión que han sido registrados en los inventarios antiguos de la Iglesia y las Cartas Anuas de la Compañía. Estos conforman uno de los pocos conjuntos de relicarios del siglo XVII que se encuentran en Colombia procedentes de Europa, dispuestos algunos en un mueble especialmente diseñado para su depósito, que presenta además diversidad de formas y materiales, y otros en los diferentes retablos de la Iglesia, lo que constituye una muestra significativa de la producción de talleres europeos especializados en la producción de esculturas en diferentes materiales.
En cuanto a esta dimensión opaca, su soporte material, se encuentran entonces relicarios en madera, metal, y particularmente los fabricados probablemente en la técnica conocida como cartapesta. Las esculturas producidas con esta técnica de acuerdo con el peso de su material constitutivo, el papel, han sido clasificadas bajo el término de escultura ligera. Esta técnica, de larga tradición en Italia fue trabajada por artistas como Bernini y Sansovino, así como utilizada para la fabricación de esculturas destinadas a las procesiones material ideal para el diseño de relicarios utilizados en las procesiones de traslado de reliquias como en el caso de las realizadas en Santafé. En el retablo de las reliquias se encuentran distribuidos 35 relicarios, en la parte superior se encuentran las esculturas-relicarios, bustos del fundador de la Compañía acompañado de otros cuatro jesuitas importantes. Los bustos, particularmente el de San Ignacio recibieron tratamiento que siguieron en las representaciones pictóricas y escultóricas de los principales santos jesuitas a partir de mascaras mortuorias como en el caso del santo fundador. En otros retablos de la Iglesia se encuentran un total de 23 bustos- relicarios tanto de madera como de cartapesta. Desde este punto de vista, es importante acercarse a los juegos formales establecidos entre la reliquia y su contenedor, obras de arte, diseñadas para que la autoridad a través de un fragmento del cuerpo de un santo propiciara su presencia. Además de la variedad de materiales, se puede señalar desde el punto de vista formal, un tratamiento simbólico relacionado con su contenido que condiciona su diseño y factura como obras de arte. A partir de su dimensión transitiva, representación figurativa del santo al que pertenecían las reliquias se establecía una relación metonímica en varios grados, relacionadas con su carácter de reliquias insignes y cuerpos enteros. Se encuentran entonces cabezas, bustos, castillos, torreones, cruces, árboles de olivo, pirámides, urnas-relicarios, ostensorios, una brandea, lignum crucis, que posibilitan a través de su estudio y la comparación de su configuración formal y simbólica mencionadas se puedan establecer filiaciones de procedencia con objetos europeos del mismo tipo.
Construida y decorada en la década de 1680, la capilla del Espíritu Santo de la Catedral de Puebla, mejor conocida como “el Ochavo”, ha sido considerada como uno de los pocos espacios religiosos que todavía conserva su “esplendor barroco” original. A pesar del interés de los historiadores e historiadores del arte en este espacio, el Ochavo nunca había sido estudiado de manera sistemática, por lo que su función y programa decorativo fueron objeto de debate para académicos, religiosos y el público no-especialista. A pesar de dicha falta de consenso, los investigadores procuraron resolver esta problemática proponiendo una serie de interpretaciones basadas en la ubicación de este recinto, su planta octagonal y su acervo artístico. Una de las hipótesis más exitosas fue aquella que lo describió como la primera cámara de maravillas de América y, por tanto, el único espacio construido en Nueva España para albergar una colección artística, donde la acumulación de objetos “ricos” y “curiosos” (reliquias, ceras de agnus, imágenes de plumaria, espejos, pinturas sobre lámina de cobre, etc.) constituye una muestra del predominio de intereses estéticos sobre los religiosos a la hora de concebir el proyecto. Por lo mismo, para algunos, las cualidades de curiosidad, riqueza y preciosismo parecerían interferir con la efectividad de la capilla como espacio de culto o cualquier otra función espiritual.
Reveladores hallazgos documentales me han permitido, sin embargo, aclarar la historia de la capilla y con ello constatar que el Ochavo fue concebido como “oratorio y relicario”, como así es descrito, vinculado a las funciones de la sacristía, donde el sacerdote se habría de recoger en íntima oración previa la celebración de la misa. De este modo, las fuentes documentales y el aspecto actual de la capilla permiten entender al recinto como espacio habitable donde se gesta una confluencia de funciones, la de oratorio, relicario y tesoro, que dificultan precisamente establecer una jerarquía de intereses estéticos y religiosos. Por el contrario, la capilla del Ochavo es una de tantas instancias en el ámbito católico de este tiempo en las cuales la acumulación de elementos diversos, incluidas reliquias, objetos de arte y recursos de manipulación lumínica, funcionó efectivamente en los espacios de íntima devoción, tal como lo sugieren otras capillas y camarines españoles e italianos. A través de este estudio de caso, esta ponencia examina los mecanismos de ostensión y veneración de reliquias, fijándose en la interrelación que aquí se establecía con otras obras, incluyendo imágenes del tipo vera effigies que apelaban a un sentido de presencia, y considerando a su vez la relevancia que tenían para la sacralización del espacio dentro de un contexto de oración donde el estímulo sensorial debió haber sido esencial para el cultivo de una espiritualidad introspectiva.
En el retablo de la Virgen del Pilar de la iglesia de San Francisco de Quito, varios tipos de reliquias se exponen de manera ordenada y diferenciada. Su significado viene determinado por el lugar que ocupan en el altar y por la forma y materialidad de su envoltura. A su vez, los relicarios y columnas de singular fuste contienen y realzan el valor de la imagen de la Virgen del Pilar y su columna. Se trata de una escultura de madera polícroma y su soporte; las dos habían sido enviadas desde España en 1650 por Joseph de Maldonado, Comisario General de Indias de la orden franciscana, con el fin de promover su “mayor devoción y culto”. La imagen y la columna que llegaron a Quito se describen como verdadero trasunto del prototipo de Zaragoza, puesto que la copia parecía “entallada en su mismísimo original”. Las patentes que certifican su autenticidad afirman que éstas reproducían de manera precisa no la materialidad, sino las medidas del pilar en su “longitud, latitud y rotundidad y así mismo de la Santa Imagen”. Por asociación, el simulacro absorbía el aura sagrada de su original. El retablo quiteño servía como un relicario para exhibir y legitimar la inmaterial sacralidad de la réplica.
In 1633, the Franciscan painter-nun Estefanía de la Encarnación (Madrid ca. 1597-Lerma 1665) was censured by Inquisition officers in Madrid for circulating prayer beads that she claimed functioned as sacred relics. According to Estefanía’s spiritual autobiography, her Vida of 1631 (Madrid, Biblioteca Nacional de España, MS 7450; Universidad de Salamanca, Biblioteca General Histórica, Ms. 1730), the Virgin and the persons of the Trinity had consecrated the beads in her presence, thus transforming them into relics touched by the divine. In a memorandum condemned by the Inquisition, Estefanía also maintained that wearers of the beads received certain “virtues” (virtudes) and “graces” (gracias) along with indulgences that would reduce their time in purgatory. The officers declared this assertion a violation of papal authority, issuing a warning to Estefanía and prohibiting her beads from circulating.
This paper locates Estefanía’s account of the beads in the contexts of Catholic Reformation definitions of orthodoxy and discourse on sacred objects. Isabelle Poutrin has shown that Estefanía was one of countless nuns in Spain and its colonies who witnessed visions involving miraculous beads. These women, many of them Franciscans like Estefanía, described mystical experiences that recalled the divine consecration of rosaries witnessed by the celebrated Franciscan beata Juana de la Cruz (Azaña 1481-Cubas de la Sagra 1534; declared Venerable in 1630), whose beads were venerated at the Spanish court and carried to the far reaches of the empire. The Inquisition responded to the growing phenomenon by denouncing a number of these nuns, in particular those who, like Estefanía, maintained that their consecrated beads were not merely relics of sacred encounters, but also grantors of indulgences. In Estefanía’s case, Inquisition officers criticized her claims as “vain and superstitious” (vanas y supersticiosas) and likely to produce “many errors… especially among common people” (muchos yerros… especialmente en la gente popular). This condemnation echoed the Council of Trent’s pronouncements on the “superstition” and “ignorance” (ex superstitione ignorantia) that had caused the improper distribution and use of both indulgences and relics, which the Council, as a remedy, placed under the purview of bishops and ultimately the pope himself. By censoring the beads of Estefanía and others, the Holy Office thus reinforced ecclesiastical jurisdiction over female mystics. It also rooted out abuses that, according to the Council, threatened to undermine the integrity of the Church’s ancient practices surrounding indulgences and the sacred objects often associated with them.
Estefanía’s encounters with the beads furthermore resonated with her practice as a painter who contributed to the visual and material culture of her convent. Like many of her Catholic contemporaries, Estefanía affirmed that God delighted in the myriad sacred artifacts that helped to raise the spirits of the faithful toward heaven. In this context, it is surely significant that the Virgin and the Trinity blessed the beads in spaces – the reliquary, choir, and chapels of the convent church – filled with objects pleasing to God, among them relics and reliquaries as well as religious sculptures and paintings, many of them canvases and murals from Estefanía’s hand.
En esta ponencia se pretende mostrar los cambios en la circulación, el uso y la apropiación de reliquias en el Nuevo Reino de Granada desde el siglo XVI al XVIII. Se mostrará el paso de una sociedad barroca que enaltecía y solicitaba el uso de reliquias en los siglos XVI-XVII, que fueron trasladadas en su gran mayoría (aunque no exclusivamente) por miembros de distintas órdenes religiosas, de manera especial, por la Compañía de Jesús, a una sociedad ilustrada que cuestionaba la santidad, el traslado, la posesión y los milagros prodigiosos atribuidos a las reliquias por los feligreses. En tal sentido, esta ponencia buscará resolver los siguientes interrogantes: ¿A qué aspectos culturales, sociales y religiosos responde este cambio? ¿qué consecuencias generó esta nueva concepción sobre las reliquias de los santos en su traslado y movimiento desde la península ibérica? ¿cómo fue asumido en la legislación eclesiástica e interpretado por los feligreses el uso de las reliquias?
CV ||| MARÍA CRISTINA PÉREZ PÉREZ es Profesora del programa de Historia de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Externado de Colombia. Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, magíster y doctora en Historia por la Universidad de los Andes. Catedrática de las universidades del Rosario y de los Andes. Fue editora de la revista Historia Crítica entre el 2013 y el 2018, y en la actualidad forma parte del Consejo Editorial de la Revista de Estudios Sociales, ambas revistas de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes. Investigadora Junior del Grupo de Investigación Historia, Trabajo, Sociedad y Cultura (Categoría A1 en Colciencias). Entre sus últimas publicaciones se encuentra el libro, coeditado con Yobenj Aucardo Chicangana-Bayona y Ana María Rodríguez Sierra, El oficio del historiador. Reflexiones metodológicas en torno a las fuentes (Bogotá: Universidad de los Andes/Universidad del Rosario/Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, 2019), el libro Circulación y apropiación de imágenes religiosas en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVI-XVIII (Bogotá: Ediciones Uniandes, 2016), y el artículo “Las imágenes de culto en la legislación del Virreinato de la Nueva Granada”, Revista Relaciones n.° 144 (2015): 55-82.
Pere Claver Corberó, más conocido como san Pedro Claver, nació en 1580 en la población de Verdú en Lérida. En 1610 llegó a tierras americanas como misionero jesuita y después de una estadía de cinco años en Santafé de Bogotá y Tunja, fue trasladado a Cartagena de Indias. En esta ciudad conoció a Alonso de Sandoval, autor del libro De instauranda ethiopum salute, un tratado sobre la validez de la cristianización de los esclavos africanos. El encuentro con Sandoval marcó un punto de quiebre en la vida de Claver, ya que su influencia lo impulsó a dedicarse a la evangelización de los africanos que desembarcaban en el puerto de Cartagena en deplorables condiciones de salud. La empresa misionera de Claver fue una de las más importantes en tierras americanas, no sólo por el gran número de personas implicadas (para 1620 los esclavos africanos representaban casi el 25% de la población en Cartagena), sino porque significaba la inclusión de los africanos en el cuerpo social colonial. Claver supo acoplar los métodos misionales jesuitas
(predicación visual y espectacular, uso de imágenes, ayuda con traductores, confesión, etc.,) para penetrar en una comunidad variopinta, con diversas tradiciones, religiones, lenguas y lugares de origen. El éxito de su conversión, sin embargo, esconde la perversidad de los procesos de colonización, evidencia la anulación de la identidad de las comunidades ajenas al catolicismo y el deseo de la cultura de control por homogenizar a todos los sujetos coloniales. Su labor como misionero se encuentra registrada en el libro Apostólica, y penitente vida de el V.P. Pedro Claver, escrito en 1666 (doce años después de su muerte) por José de Fernández. De las muchas noticias que relata Fernández, una nos llama particularmente la atención. En el capítulo V de la Tercera parte, “Conversión de moros”, afirma: “Convierte a un moro ya estando Cláver muerto, es su tumba la que lo convierte: Corriose la cortina a la Imagen del Santo Cristo de la Espiración, en cuya Capilla esta el sepulcro del V. Padre: y arrodillado el nuevamente convertido, detestó la secta de Mahoma, escupiéndola con ultraje.” Sus palabras significan el primer testimonio escrito del poder milagroso del cuerpo de Claver, lo cual invita a pensar que la biografía es un texto que, entre otras cosas, pretende aportar evidencia del carácter santo del misionero y legitimar una posible reliquia. Teniendo esto en cuenta, resulta interesante resaltar que uno de los aspectos que según Fernández caracterizó el ejercicio misionero de Claver, fue el contacto y la corporalidad. Por lo tanto, nos atrevemos a pensar que uno de las razones por las cuales era importante legitimar el poder milagroso de su cuerpo era la posibilidad de seguir convirtiendo después de muerto a los africanos y sus descendientes. En este sentido, la reliquia se comporta como una extensión de la labor misionera que permite continuar sometiendo a los esclavos a una evangelización forzada que terminó por invisibilizar sus pasados ancestrales.
A partir de estas premisas, nuestra ponencia quisiera proponer algunos caminos para estudiar una de las reliquias más veneradas y conocidas en Colombia. En primer lugar, quisiéramos estudiar la relación entre el espacio que alberga la reliquia y el poder que aún hoy en día sigue ejerciendo como un referente de la identidad de la población cartagenera. La Iglesia de San Pedo Claver se nutre de un lenguaje visual espectacular que buscó consolidar la reliquia como uno de los ejes espirituales de la población. Esto nos lleva a preguntarnos sobre la importancia de un lenguaje simbólico en los procesos de colonización y fundación nacional ¿Qué papel juega el objeto dentro de este lenguaje simbólico y espectacular? En segundo lugar, nos gustaría ahondar en la función de la reliquia a partir del proceso de beatificación, el milagro por contacto y las implicaciones que esto tiene para los procesos de evangelización. Finalmente, quisiéramos proponer el sometimiento y la invisibilización de los sujetos oprimidos como posibles métodos coloniales que ayudan a explicar el rol de las reliquias en territorios americanos.
The severed head became in the 21st century the epitome and embodiment of the cruelty of communities that have fallen back into the barbarity of pre-modern societies. Not only the act itself created this horror, but also the presentation of the severed heads as trophy by the Islam State or by rival factions in the Brazilian prisons. In three examples between Europe and the Americas this paper intends to analyze the different status of the severed head as cult object, as cult image oscillating between its capacity to allude adoration and horror, and therefore also to oscillate between orthodoxy and heterodoxy (I would inscribe my paper for the third session: Contested Relics: Orthodoxy / Heterodoxy). My first example relates to the last effort of the Turkish army to invade the Italian peninsula in the southern part of Apulia. The small city of Otranto was occupied. The residents’ resistance was shown by their negation to convert to Islam. Therefore the military leader Gedik Ahmet Pascià decapitated around 800 men. The occupation failed, but one year later –as the hagiography says– the bodies were found “uncorrupted”. In the following years the different bones, but especially the decapitated heads were shown in reliquaries, until in 1711 a monumental side chapel in the cathedral was erected showing in three huge glass vitrines emphasizing the 800 skulls. A couple of skulls were sent already to Naples in the late 16th Century, and it is important to understand that the mission efforts in Mexico and Peru were serving as a model for the “internal mission” in Naples. The second example shows the skulls from the 11.000 virgins of Cologne, which were sent to different places in the Americas. In my example I would like to analyze the case of Salvador de Bahia in Brazil, the capital of colonial Brazil in the 16th and 17th Century. In both cases the incident refers to a massacre, where the individual victim is not possible to identify – and the horror comes especially out of the “unimaginable” number of victims. On the contrary of the Otranto example these skulls had to be hidden in a reliquary. In a last step the paper would discuss the transformation of these epistemes in the early 20th Century in Brazil, when the group of Cangaços (for some they are just criminals, for others a group like Robin Hood) under the leadership of Lampião were caught by the police in 1938. The police cut off their heads and constructed and altar of glory. In this case they inverted the idea of the relic, and the uncorrupted head shows the glory of the persecutor, but –unintended– this “mise-en-scène – helped to foster the almost religious veneration of Lampião and his group. Therefore, the paper tries to understand the different shifts of epistemes in the field between heterodoxy and orthodoxy (all three examples had problems to be accepted by the official institutions), and looks for a cultural and religious analysis of the human body as object, as image between adoration and horror.
The Reliquaries are embodiments of interconnectivity stretching between geographic locations as well as temporal horizons that connected the terrestrial and the divine. A Mexican reliquary cross made around 1600 for Christian, probably Franciscan use is in the focus of my paper. It is a silver-gilt object, ornate with emerald-cut blue stones and a wax Agnus Dei. What is most interesting about this reliquary is that it integrates an Aztec crystal scull. Its large vertical perforation is a feature that this crystal head shares with those – human – skulls set on tzompantlis – the “skull racks” we know from Toltec and Aztec art. Starting from this case study, I would like to elaborate on its potential to better understand transcultural negotiations in the early-modern extra-European contact zones. Bones, skulls and bodily relics are the material quintessence of mankind – and as such they are the material that all cultures and religions share. When it comes to investigating topics on a global scale, comparative study is the first method at hand. The problem is that comparative studies mostly emphasize either on similarities, and thus minimize differences between religions or cultures or on “essential” differences, which can also not be our ultimate knowledge goal. Objects like the above-described might help us to break the deadlock of comparative studies, as they can be described as “nodal objects”: They are junctions and materializations of the web of connections between materials, things and people.
Relics are often “contested”. In this talk, I will explore visual strategies and agencies of “authentication” of the relic through depiction, recreation, assemblage, or insertion in narrative paintings (i.e., images of the Crucifixion or Passion of Christ, images of historical processions, or other imagery invented on purpose around the relic, as in the case of the Messinese letter of the Virgin) and therefore through visual constructs, which constantly re-create new contexts of perceptions and confirmation of the authenticity of the relics in different places. I will analyse and compare a series of examples from different geographic provenances, in which the “displacement” of a relic is negotiated through reproduction in painting in order to establish its value in different locations. Examples will include relics from Spanish domains, especially in Italy (Sicily and Milan) but not only, which are “translated” through visual media in larger Mediterranean and global directions and as far as China and Japan. Through the presentation of a series of different visual strategies, which are deployed in the different cases, I will then try to test to what extent material images (through reproduction, translation, collage etc. of the relic itself in a larger visual context) are able (or not) to bestow “trustfulness” and the sense of authenticity to relics and how this is perceived in the different “translation contexts”.