¿Es posible hacer historiografía del arte desde la metaperiferia?
¿Es posible hacer historiografía del arte desde la metaperiferia?
Por Sofía Aguilar
Como historiadora del arte en formación, me ha intrigado la pregunta por el lugar de enunciación de la historiografía del arte; es inevitable que surjan estas cuestiones al estudiar esta disciplina en América Latina. Al no ser ni haber sido nunca el centro hegemónico de los discursos del arte, no es de extrañarse que se cuestione reiteradamente la posición en la que nos encontramos para crear y difundir conocimiento: no somos París ni Nueva York y aún parece lejano ese sueño de llevar la batuta[1]. No obstante, más allá de reivindicar el pensamiento latinoamericano ante la autoridad europea o norteamericana, me interesa pensar en los Otros dentro de los otros[2]. Quiero pensar en los discursos de sujetos que no pertenecen a la academia tradicional y no mantienen contacto con los centros de poder, así sea desde una infundada, pero aún subyacente subordinación. Pienso en aquellos de la periferia dentro de las periferias, lugar que he decidido llamar metaperiferia. Sugiero, entonces, la pregunta de si es posible historiar el arte desde las metaperiferias en Colombia.
Para abordar la cuestión, propongo desarticular cada parte de la interrogante, pues cada unidad discursiva ofrece una extensa gama de preguntas y matices que sería insensato ignorar. Es claro que, en la disciplina de la historiografía, la semántica y la terminología utilizada es un punto fundamental para considerar: cada discurso que se crea es deliberado y ninguna palabra está libre de connotaciones. Basta pensar en la pregunta por la validez del término “colonial” que ocupa el debate en Re/neo/des/colonial. ¿Una cuestión de nomenclatura?[3]. Esta discusión propuesta por la Colección Patricia Phelps de Cisneros reunió a académicos de diferentes latitudes para analizar cómo el uso de esa sola palabra carga dentro de sí contradictorias implicaciones políticas, geográficas, temporales y raciales. Algunos estaban de acuerdo con el uso del término colonial, otros lo rechazaban, pero todas las perspectivas ofrecían puntos válidos para acercarse al acto de historiar. Propongo, pues, la descomposición de mi pregunta en un orden de lo que considero más específico a lo más amplio, sin sugerir que haya términos realmente unívocos. Así, la palabra me permite entrar a cuestiones más complejas.
En primer lugar, aparece el neologismo que constituye el núcleo de la pregunta: “metaperiferia”. Morfológicamente, el sustantivo se compone del prefijo μετά- (más allá de) y de periferia (lo que está lejos del centro), es decir, es lo que está más allá de lo que no es el centro. Bogotá, por ejemplo, no es central en el contexto historiográfico a pesar de ser el centro del país. Sin embargo, más lejano aún es el Cauca, o la Amazonía; estos dos últimos lugares son algunos de los que cabrían bajo la categoría que propongo. Al pensar en estas geografías es coherente remitirse a las comunidades nativas que históricamente han sido marginalizadas. No solo la distancia física acentúa esta separación entre geografías, sino que, epistemológicamente, hay diferencias fundamentales que profundizan las brechas entre los centros de la periferia y las metaperiferias. Estas se explorarán más adelante al pensar el concepto de arte. Empero, para ser parte de una metaperiferia en Colombia no solo es necesario ser un sujeto indígena: las víctimas de la guerra y de la violencia institucional, por ejemplo, también clasifican dentro de este grupo. La exclusión frente a los centros de poder radica en qué tan escuchada es la voz propia.
Entra a jugar, entonces, el complicado concepto de país. Ya desde los años sesenta, Marta Traba[4] comienza a cuestionar los rancios nacionalismos latinoamericanos que, desde su desarrollo en el siglo XIX, eran insuficientes y performativos, si bien intencionalmente, para simplificar unas realidades sociopolíticas más complejas que el criollismo post-independentista. También se corre el riesgo de caer en el exotismo propio de este nacionalismo que, en vez de exaltar la diversidad y adoptarla para resignificar los discursos de poder, se convierte en un instrumento de explotación y de simplificación bajo el rótulo de lo folclórico. Ahora bien, en el caso específico de Colombia, la pregunta por un país se hace más intrincada si se considera que, a pesar de la unidad geográfica, no hay un tratamiento equitativo hacia los llamados colombianos. Hay varios países dentro de los 1.142.000 km2 que componen el territorio. De nuevo, hay una clara división entre los que tienen voz y los que no. Considerando las dificultades que implica pensar en una geografía muy amplia, preferí centrar mi pregunta en una región más específica que “Latinoamérica” para evitar reproducir los modelos homogeneizantes y las visiones monolíticas del continente como unidad, desconociendo las realidades sociopolíticas propias de cada país que determinan un acercamiento específico a la historiografía del arte.[5]
Así pues, me distancio de una postura universalizante[6] que persigue un lenguaje internacional, adaptable a necesidades tan variadas como colores hay en el mundo. Siguiendo el cuestionamiento que Juan Acha hizo hace más de 50 años sobre cómo se hace historia del arte en nuestro continente, considero que historiar implica ir más allá del objeto de arte. Como propone Alexander Herrera en su artículo Arte prehispánico, arte indígena y arqueología: nodos y contornos de un campo de estudio, ceñirse a una postura materialista de la historiografía deja por fuera experiencias y realidades que, si bien no son parte del discurso tradicional, determinan una visión más amplia y completa para abordar la disciplina[7]. Si bien su enfoque radica en la interdisciplinariedad, enfatizando la relación que se puede establecer entre arqueología e historia del arte, también deja muy claro se debe ir más allá de esto, y pensar en implicaciones sociopolíticas, históricas, lingüísticas y temporales. Escribir historia del arte es mirar el objeto en contexto, no solo desde lo estético, ni desde el vacío, sino considerando las redes que construyen nuestro entendimiento.
Por último, es necesario traer a colación la ambigüedad que implica el término arte. No siempre ha significado lo mismo, dependiendo de quién lo denomine, desde dónde y para quién se haga. Herrera también explora esta cuestión en su propuesta previamente citada, pues es fundamental para entender el arte prehispánico. Estos objetos han oscilado entre artesanías, curiosidades e incluso artefactos demonizados[8]. Así mismo se pueden entender los productos de arte de las comunidades metaperiféricas, quienes mantienen una fuerte conexión con este pasado indígena que se ha venido reivindicando como valioso durante décadas: no solo por identificarse como parte de una comunidad, sino, de nuevo, por la exclusión que se ha ejercido estructuralmente a muchas voces periféricas. Por este motivo, aún hay tensiones que perpetúan una posición de inferioridad de estos objetos frente al arte producido en el centro. De hecho, estar fuera del circuito museográfico tradicional, centralizado, profundiza tal subordinación. Queda en evidencia que estas instituciones determinan, en un plano más cotidiano, qué es arte y cómo se nombra[9].
Ahora bien, la pregunta propuesta es muy amplia, y la forma de desglosarla deja claro, por una parte, que induce a aún más preguntas. Por esto mismo, considero que es una preocupación válida y que demuestra cómo, la disciplina está en constante desarrollo. Además, queda en evidencia que, al momento de hacer historiografía del arte, el objeto de arte no ocupa el primer plano y que dentro de este se contienen decenas de posibilidades interpretativas ulteriores a lo estético. Así pues, se podría responder, tentativa e idealmente, con un sí: sí es posible historiar el arte desde las metaperiferias en Colombia. Existen objetos de arte producidos en estos lugares y hay una conciencia, desde hace décadas, de descentralizar la práctica historiográfica. Es el paso lógico por seguir si, como se pensó en el siglo XX, se está apostando por una disciplina más diversa.
Pero esta posibilidad está condicionada por numerosos factores asociados a las ideas presentadas anteriormente. Recalco, por ejemplo, la necesidad de desarrollar una historiografía del arte que responda a los matices propios de un discurso más específico. Esto implica dar voz a quien produce, consume y difunde estos objetos de arte, incluso a través de prácticas etnológicas que acerquen la academia a las metaperiferias. Asimismo, es imperativo entender, desde una perspectiva antropológica, que los modelos de pensamiento de las periferias no son unívocos, y no deben ser homogeneizados como alteridades uniformes. Adicionalmente, es fundamental considerar que la práctica de historiar también es una forma de hacer país; más allá de “llenar los huecos”[10] en la historiografía del arte, se debe pensar en que es un método válido para conectar redes socioculturales dentro y fuera de las fronteras del país, logrando un panorama del arte más inclusivo y verdaderamente diverso.
Bibliografía
Baldesarre, María Isabel. “Los estudios del arte del siglo XIX en América Latina”, Caiana, no.3 (Diciembre 2013): 2.
Colección Patricia Phelps de Cisneros, Re/Neo/Des/ Colonial. ¿Una cuestión de nomenclatura? (25 octubre 2019)
Granados, Rosario Inés “¿Nombrar para descolonizar?” en Re/Neo/Des/ Colonial. ¿Una cuestión de nomenclatura? (25 octubre 2019).
Herrera, Alexander. “Arte prehispánico, arte indígena y arqueología: nodos y contornos de un campo de estudio,” H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, no. 5 (2019): 93.
Pini, Ivonne. «Reformulando relatos histórico-críticos en el arte de América Latina». Revista Errata, no. 2 (2010).
Traba, Marta. “Problemas del arte en latinoamérica” Revista Mito 3, no.18 (Febrero-abril 1958).
Lacan, Jacques. “Le séminaire, Livre II, Le moi dans la théorie de Freud et dans la technique de la psychanalyse,”. (Seminario, Hospital Santa Ana, Paris, otoño 1954-primavera 1955).