Retratando la cara de la violencia doméstica: Ángel en casa No.3 (2007) de Libia Posada
Retratando la cara de la violencia doméstica: Ángel en casa No.3 (2007) de Libia Posada
Por Nicole Montealegre
¿Quiénes son los protagonistas del retrato? Esta es la primera pregunta que surge cuando se encuentra esta obra de Libia Posada, puesta intencionadamente al lado de un retrato del siglo XIX del político y empresario Agustín Nieto Barragán de Epifanio Garay en el Museo Nacional de Colombia (Imagen 1). A primera vista, la diferencia entre los sujetos de ambas piezas es evidente en cuestiones de género y raza, por lo que se esperaría que hubiera una gran discrepancia en la manera en la que son representados. Por el contrario, la protagonista de la obra de Posada está retratada en una posición que emana seguridad, presencia y poder, todo lo contrario de lo que se supondría de una mujer negra (una condición que la pone como un sujeto doblemente marginado históricamente). Vista aún más de cerca, se nota que la obra no es una pintura, sino que se trata de una fotografía de una mujer maltratada, tal como lo indica el hematoma en su pómulo izquierdo. Si de por sí la obra es muy impresionante desde un inicio, la representación de la violencia doméstica lleva al espectador a un nuevo nivel de reflexión y análisis. ¿Por qué representar la violencia? Más bien, ¿por qué recurrir al género del retrato[1] para representar la violencia de género? ¿Por qué no usar otro género artístico? Por este motivo, el siguiente texto pretende indagar y analizar la relación entre Ángel en casa No.3 de la serie Evidencia clínica II: Re-tratos (2007) y el retrato. De esta manera, se busca argumentar que, a partir de la apropiación del género y de sus características principales, la artista antioqueña denuncia una realidad social que históricamente ha afligido a varias mujeres.
[Imagen 1] Disposición en el espacio de la obra de Libia Posada y Epifanio Garay. Foto propia.
El problema y la obra en cuestión van a ser entendidos a la luz de lo que se define como activismo artístico feminista. En efecto, en el texto de Ana María Castro “Activismo feminista desde el arte: un análisis con activistas y artistas feministas colombianas”[2] lo anterior se define como una reapropiación y reinvención de ciertas prácticas artísticas, que terminan por crear nuevas formas de actuar político desde una perspectiva feminista. Es decir, las expresiones artísticas se convierten en una práctica política feminista, con las que se busca superar la manera tradicional de hacer arte y política., la autora explica que el activismo feminista político entiende la relación entre las dos categorías de manera horizontal. Por ende, no solo se piensa el arte como un medio para darle cuerpo y forma a una idea política, sino que el mismo espacio artístico se convierte en un lugar desde el cual es posible hacer política.
En este orden de ideas, uno de los aspectos más importantes sobre este tipo de práctica es que parte por confrontar y reapropiar el canon artístico, para así crear una nueva historia del arte. Es decir, se cuestiona la manera en la que el arte ha sido un instrumento que influencia y refuerza las ideas patriarcales alrededor de lo femenino. Como consecuencia, con el activismo artístico feminista, las artistas juegan con los límites canónicos del arte, los desafían y los rompen, al punto en el que logran deshacer sus pilares para así proponer un arte que busca superar las jerarquías que lo caracterizan[3]. Así, uno de los rasgos principales del activismo artístico feminista político es que busca, desde la unión horizontal entre arte y política, crear nuevas conocimiento, concientización, denuncia y acción. Es decir, más que solo promover una idea política desde el arte, el activismo artístico feminista político comprende un grupo determinado de acciones cuyo fin, en últimas, está dirigido a trastocar lo que se ha considerado como natural e inmutable[4]. Esta es la primera reflexión sobre la que se basa la obra de Libia Posada. De manera precisa, en Ángel en casa No. 3 la artista se cuestiona por dos aspectos importantes sobre el retrato: por un lado, la manera en la que el género determina la representación y, por el otro, la manera en la que se juega y se pone en duda su carácter documental.
En lo que se respecta al primer punto, Posada hace un claro cuestionamiento sobre la manera en la que se ha tratado la figura femenina dentro del retrato. Esto necesariamente lleva a que la artista proponga nuevas maneras de representación, que terminan por introducir nuevas problemáticas y cuestiones al ámbito artístico alrededor de la mujer como sujeto artístico. ¿Pero cómo logra Posada esto? La respuesta es muy sencilla y es más que evidente en la obra: no hay una correspondencia entre la manera en la que se retrata a la protagonista del cuadro y el retrato femenino. Tal como lo afirma West[5], el género tanto del retratista como del retratado influyen en el producto final de la obra de arte. De manera precisa, cuando el retratista se encuentra frente a un sujeto femenino, opta por representar a las mujeres en términos de cualidades abstractas, más que en relación con su estatus social o carácter. Dicho de otra manera, en el retrato femenino hay una tendencia hacia la idealización y alegorización de la figura de la mujer. Como consecuencia, se termina por asociar a la retratada a una serie de cualidades físicas y morales, que terminan por reducir (o incluso negar) su individualidad. Piénsese, por ejemplo, en el caso de La familia de José Hilario López (1853) (Imagen 2), principalmente en la figura María Dorotea Durán Borrero, vestida de azul. Se trata, ante todo, de una mujer elegante que mira de manera directa al espectador y en sus labios se atisba una ligera sonrisa. En definitiva, es una mujer delicada, pero más que todo, es una madre amorosa y devota a sus hijos, tal como lo indica la manera en la que abraza tiernamente a su hija pequeña vestida de rojo.
Por el contrario, la fotografía de Libia Posada muestra una actitud completamente distinta. Si bien su vista está dirigida directamente al espectador, a diferencia de María Dorotea Durán, su mirada es completamente desafiante. Esta es la primera característica que le da a entender al espectador que se está de frente a una mujer que se representa diferente a las que tradicionalmente ha propuesto la historia del arte. Pero, si se mira con mayor atención, se puede identificar que, en general, toda la posición del cuerpo de la protagonista refuerza esa nueva representación del cuerpo. La espalda completamente erguida, el cuello tensionado, las manos cruzadas y puestas encima de lo que parecería ser una mesa, dan cuenta que se está de frente a una mujer fuerte y poderosa. Pero, de manera particular, hay una reflexión acerca de lo que se considera bello y no en el arte, y, por ende, sobre lo que se debería representar o no en un retrato: los signos de violencia, en efecto, no se consideran dentro de la categoría de belleza. Aun así, la artista pone de manera evidente la lesión en el rostro de la retratada, quien no busca disimularlo o esconderlo en ningún momento. En este sentido, hay un doble desafío frente a la manera en la que se ha entendido la representación femenina en el retrato: por un lado, se adoptan características propias de una representación masculina, más que femenina, y se cuestiona la misma idea de lo que es bello y, por ende, aceptado dentro del género artístico.
Para esta segunda parte, vale la pena tener en cuenta que la obra dentro del Museo Nacional está en la sala “Ser y hacer” justo al lado derecho del retrato de Agustín Nieto Barragán de Epifanio Garay (Imagen 1). Esta decisión curatorial claramente no se puede pasar por alto, principalmente porque hay una gran semejanza entre las dos obras. Se puede decir que se trata de los trazos de la intervención museológica llevada a cabo por Libia Posada en el 2007, primero en el Museo de Antioquia en Medellín y más tarde en el Museo Nacional de Colombia en Bogotá, donde se reemplazaron retratos del siglo XIX por las fotografías de la serie Evidencia Clínica II: Re-tratos[6]. Ahora, se puede decir que hay un diálogo y una tensión entre ambas piezas artísticas. En efecto, en ambas hay una ostentación de poder y estatus evidente. Sin embargo, la diferencia de género no se puede pasar por alto, mucho menos si la representación femenina se iguala y equipara a la de un hombre de la élite colombiana del siglo XIX. Esto resulta aún más interesante si se tiene en cuenta que las semejanzas estilísticas (luz, encuadre, composición y marco) se logran por técnicas distantes temporalmente. En efecto, Posada lo que hace es recurrir a la fotografía digital – una técnica contemporánea – para emular, a partir de técnicas de edición fotográfica, las características propias del retrato hegemónico del siglo XIX[7].
Este acto ha sido interpretado de dos maneras distintas, pero complementarias. A nivel artístico, se ha argumentado que cuestiona la falta de representaciones femeninas a lo largo del siglo XIX, precisamente en lo que respecta a la construcción de nación[8]. A partir del proceso de independencia, el retrato se consolidó como el uno de los géneros más importantes para la consolidación de nación, pues a partir de estos se homenajeaba a los grandes héroes de la patria. Así, el retrato termina por ser un constructor y propulsor de uno de los elementos más importantes sobre el mito de la nación: la figura del héroe[9]. Sin embargo, tal como lo indica Posada[10], hay una ausencia notable de la figura femenina dentro de esta construcción de nación y patria. No obstante, la intervención de la artista va mucho más allá de una crítica historiográfica. De manera precisa, al poner en diálogo pasado y presenta a través de la técnica, lo que hace es cuestionar un problema de orden histórico. De la misma manera en la que las mujeres han estado marginadas del espacio público desde la construcción de nación, sus violaciones y afrentas también han estado destinadas a permanecer silenciadas y escondidas en el espacio privado. Más que tratarse de un problema reciente, la violencia de género es una cuestión que históricamente ha afligido a las mujeres[11]. En este sentido, el carácter del retrato como género documental[12] ayuda a acentuar esta característica y denuncia. En efecto, al intentar plasmar al sujeto en un determinado período de tiempo, es posible para el espectador inferir las principales características de ese momento[13]. Entonces, en el momento en el que Ángel en casa No. 3 muestra el retrato de una mujer que simula ser del siglo XIX, claramente se está haciendo referencia a una condición propia del siglo.
Como consecuencia, Libia Posada, en consonancia con un actuar político socava el formalismo del canon y crea “un tipo de arte subversivo que recupera los espacios negados a las mujeres y la potencia de la representación”[14]. Entonces, trastocar el canon implica una reivindicación del lugar de la mujer en el arte. Sin embargo, Castro también argumenta que dentro de esta manera de entender el actuar político y artístico, las artistas feministas hacen, ante todo, una reflexión frente a lo político del cuerpo. Es decir, buscan hacer evidente la manera en la que las relaciones de poder están inmersas en todos los ámbitos, tanto en los públicos como en los más privados e íntimos. Ahora, ¿cómo materializar esta relación tan abstracta en un medio físico y sensible como lo es el cuerpo?
El trazo más evidente que surge de esta reflexión es el hematoma presente en el pómulo izquierdo de la retratada. En efecto, más que esconder un rastro de sometimiento, lo que hace la artista es revelarlo y ponerlo como parte fundamental del retrato. La violencia física constituye una de las manifestaciones más evidentes de esos procesos de inequidad y subyugación y, por ende, el cuerpo se convierte como el lugar y territorio en el que esta se ejerce[15]. De allí se deriva una situación que, en sí misma, es muy contradictoria. La normalización de las relaciones de inequidad promueve, acepta y normaliza este tipo de actos violentos, lo que, inevitablemente lleva a que se minimicen, se escondan y nieguen. Como consecuencia, cada vez que este tipo de violencia se revela públicamente, tiende a ser rechazada y relegada únicamente al ámbito de lo privado. El maquillaje, entonces, se convierte en el principal aliado del discurso y de las prácticas violentas, pues se usa para cubrir y, en consecuencia, negar la existencia de esta situación. Sin embargo, su uso es revertido por la artista precisamente porque, en vez de recurrir a él para invisibilizar, lo hace para revelar los trazos del maltrato físico que quedan impresos en la piel, a partir de una reproducción de tipo médico-forense de la lesión. Es decir, en la obra de Posada el maquillaje se utiliza para develar el maltrato físico, como evidencia de su existencia[16].
Y esto es particularmente importante porque, así como se tiende a negar la existencia de este fenómeno a nivel social, se deriva que también hay una tendencia a hacerlo a nivel personal e identitario. En efecto, las mujeres víctimas de violencia domésticas socialmente están sometidas a un proceso de ocultamiento de su condición[17]. En este sentido, vale la pena preguntarse, ¿cuál es el lugar que ocupa la violencia dentro de la identidad y carácter de la víctima si socialmente es negado y minimizado? Para Posada, este no se niega, sino que, por el contrario, hace parte de la historia de vida que ha llevado a la consolidación del carácter e identidad de la mujer: hay, entonces, en la obra de la artista un acto de revelación psicológica, que parte de una reflexión en torno al cuerpo maltratado y violentado. Así, la propuesta de Posada logra superar uno de los problemas más importantes del retrato. En efecto, más que concentrarse en buscar la representación del alma y carácter de la protagonista por medio de la unidad del rostro[18], lo que hace la artista es indagar sobre aquellos eventos que han sido determinantes para la constitución de su personalidad. Por eso mismo, no resulta gratuito que la mujer de Ángel en casa No. 3 haya sido una víctima (directa o indirecta) de violencia de género[19]. En este sentido, el retrato como género, que tiene como objetivo principal mostrar públicamente la identidad de la persona[20] está atado a un mensaje político y social muy contundente: la violencia física no puede ser desligada ni negada de la identidad de la víctima, sin embargo, eso no significa que deba ser limitada a este rol. Por eso mismo, más que mostrar a una mujer débil y sumisa por el yugo patriarcal, en Ángel en casa No. 3 se presenta a una mujer fuerte y resiliente.
Como conclusión, este ensayo argumentó en qué medida la obra de Libia Posada Ángel en casa No. 3 se apropia del retrato para lograr representar una condición que, por lo general, tiende a estar relegada al ámbito de lo privado. De manera particular, el texto desarrolló su análisis a partir del concepto de activismo artístico político feminista, en modo tal de comprender hasta qué punto se puede entender la obra de la artista antioqueña como tal. Entonces, se desarrollaron dos argumentos principales. En el primero se explica como la reinterpretación del canon artístico lleva a que Posada plantee cuestiones alrededor de dos aspectos del género del retrato: la representación femenina y el retrato como documento y constructor de nación. En el segundo lugar, se exploró la manera en la que Posada termina por hacer una reflexión en torno a lo político del cuerpo, en el momento en el que lleva a cabo una revelación psicológica desde una reflexión en torno al cuerpo maltratado y violentado. Debido al alcance de este texto, no se indagó sobre la cuestión de la raza de la retratada, sobre la que se hizo una rápida alusión en la introducción del texto. En efecto, surge la siguiente pregunta: ¿hay alguna motivación por la que este retrato de la serie en particular se haya elegido dentro de la decisión curatorial?
Con todo esto, se puede decir que la apropiación del retrato le ofrece a Libia Posada la posibilidad de jugar con la dualidad del retrato y del arte. En efecto, la artista se mueve y desafía los límites entre lo que se ha establecido de lo que se debería representar y lo que no, de la misma manera en la que se cuestiona sobre la manera en la que se debe llevar a cabo una representación, y, finalmente, sobre lo que debería ser público y lo que debería ser privado.
Bibliografía
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West, Shearer. Portraiture. Oxford: Oxford University Press, 2004.
[1] Es importante recordar que el retrato como género artístico tiene connotaciones políticas. De manera particular, en Colombia durante el siglo XIX los retratos eran usados como una herramienta para exaltar a una figura pública (hombres en su mayoría) para destacar su prestigio social, político y económico. Para más información ver César Arturo Castillo Parra, El retrato como expresión de poder y creación artística, (Cali: Universidad del Valle, 2008).
[2] Ana Maria Castro, “Activismo feminista desde el arte: un análisis con activistas y artistas feministas colombianas”, en A flor de cuerpo. Representaciones del género y de las disidencias sexo-genéricas en Latinoamérica, ed. Luciana Moreira y Doris Wieser, (España: Iberoamericana Vervuert, 2021), Digitalia, https://www-digitaliapublishing-com.ezproxy.uniandes.edu.co/a/102047. 31-40.
[3] Es importante recordar que en lo que concierne a este texto se está haciendo referencia a los cánones artísticos del siglo XIX en Colombia, que es la tradición a la que responde directamente Libia Posada con su obra Evidencia clínica II: Re-tratos. Ángel en casa No.3. (2007).
[4] Ibid., 38.
[5] Shearer West, Portraiture (Oxford: Oxford University Press), 145.
[6] Miguel Rojas Sotelo, “Pétalos de una flor “modernidad” marchita”, en Irrupciones, Compresiones, Contravenciones: Arte Contemporáneo y Política Cultural En Colombia (Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Artes y Humanidades, Departamento de Arte, 2017), 27.
[7] María Jesús Fariña Busto, “Cuerpos Dañados, Enfermos, Rebeldes. Artistas Latinoamericanas,” Daimon, (septiembre 2, 2016): 263, https://search-ebscohost-com.ezproxy.uniandes.edu.co/login.aspx?direct=true&db=pif&AN=EP120645904&lang=es&site=eds-live&scope=site.
[8] Carmen María Jaramillo Jiménez, “Raza, género y política,” en Mujeres entre líneas. Una historia en clave de educación, arte y género, (Bogotá: Legis, 2015), 87.
[9]César Arturo Castillo Parra, “Capítulo 3. Los primeros retratos”, en El retrato como expresión de poder y creación artística, (Cali: Universidad del Valle, 2008), 67-73.
[10] Libia Posada, “Evidencia clínica II: “re-tratos”: Museo Nacional”, en Fotología 5: festival internacional de fotografía de Bogotá 2007, (Bogotá, Colombia: La Silueta ediciones, 2007), 991.
[11] Jaramillo Jiménez, “Raza, género y política,” 86-87.
[12] West, Portraiture, 53-59.
[13] Ibid, 53-59.
[14] Castro, “Activismo feminista”, 44.
[15] Fariña, “Cuerpos dañados”, 257-258.
[16] Rebecca Scott Bray, “Uneasy Evidence: The Medico-Legal Portraits of Teresa Margolles and Libia Posada,” Griffith Law Review 22, no. 1 (enero 1, 2013): 50-52, https://search-ebscohost-com.ezproxy.uniandes.edu.co/login.aspx?direct=true&db=edshol&AN=edshol.hein.journals.griffith22.7&lang=es&site=eds-live&scope=site.
[17] Posada, “Evidencia clínica II: Re-tratos”, 991.
[18] Georg Simmel, “El retrato como problema,” en El rostro y el retrato, trad. Mathias Andliu, (Madrid: Casimiro Libros, 2011), 26-27.
[19] Posada, “Evidencia clínica II: Re-tratos”, 991.
[20] West, Portraiture, 11.